En estos días hemos celebrado los 25 años de la caída del muro de Berlín. Algunos de los que ya somos un poco “de antes” recordamos la noche en la que se reunificaba Alemania, otros han visto fotos. El mundo se alegró y creímos que la guerra fría que dividía al mundo en dos acababa ese día. O incluso, los más temerarios, decían que terminaba el sangriento siglo XX. Hoy en día parece que nada hemos aprendido. Siguen levantándose muros de la vergüenza, para separar personas. Unos físicos y otros sociales, sutiles pero muy eficaces.
Parece que nos encanta levantar empalizadas para protegernos de algo que muchas veces sólo preocupa a los poderosos, quienes nos llenan de miedos y hacen que veamos al que intenta cruzarlos por necesidad como enemigo vete a saber de quién o de qué y lo abatimos sin más.
Existen por todo el mundo docenas de muros, nuevecitos pero construidos con la misma mala leche que el de Berlín. En Botswana , allí donde los elefantes del “monarca jubilado”, se levanta un muro colosal de alambre electrificado y espinos para evitar la entrada de la fiebre aftosa, no vayamos a pensar. El caso es que la fiebre pasó pero el muro quedó para separar Zimbabwe, uno de los países más pobres y Botswana, de los más ricos del continente. Ya que estamos en África, existe al sur de Marruecos, unos muros de adobe de casi 3000km de nada
que separan las tierras que Rabat se apropió. Es tan caro de mantener que los problemas que tiene Marruecos se acabarían con su presupuesto pero, por lo visto, es más importante “proteger” las minas y los pozos apropiados. Podíamos hablar también del que separa Israel y Cisjordania, vulnera todas las legislaciones internacionales, impide la vida normal y separa familias pero a nosotros nos da igual. O del que separa “el país de las libertades” USA de Mexico, que hace
que, a su lado, la Gran Muralla China parezca una cerca de jardín. Una fábrica de muerte para evitar la inmigración en un país, irónicamente, creado por inmigrantes. España también levanta vallas en Ceuta y Melilla, altas, infranqueables con sangrientas concertinas y una venda que oculta las atrocidades cometidas a diario a los ojos de la justicia.
El mundo construye muros, pero el mayor de todos es el que han levantado entre nosotros. Un muro invisible pero sádico y doloroso como el de USA, que no tiene postes pero corta como las concertinas. Es el de la división social que ha crecido con el lavado mental y moral que hemos sufrido con esto de la depresión. Cada vez es mayor la diferencia entre ricos y pobres, los ricos lo son cada día más y a los pobres ya les quedan ni las migajas. Se nos dificulta el acceso a todo, se nos niega el pan y la sal y el problema es que han llegado a hacernos creer que es normal y consentimos cosas como el que te tiren de tu casa, no tener trabajo, el tenerlo pero que no de ni para comer, el robar a los modestos modificando, por la noche como los buenos ladrones, el artículo 135 de la Constitución para repartir al rico (algo así como Robin Hood, pero al revés) y después tener la santa indecencia de, todo sonriente, decir querer modificarlo a sabiendas de que no se tiene mayoría suficiente, el mismo que lo votó a favor cuando estaban en el gobierno para protejernos de un enemigo inventado por ellos, el neocapitalismo salvaje de los mercados.
Es un muro que, consintiendo verdaderas barbaridades, hemos construido sin darnos cuenta los que nos hemos quedado o nos vamos quedando “a la otra parte”. Porque cada vez somos más los que nos quedamos al descampado en mitad de la tormenta. Un muro que nos va destruyendo de manera implacable y que debemos derribar. El día que lo consigamos habremos recuperado nuestra dignidad, lo habremos conseguido.
25 años de la caida del muro de Berlín
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